Conforme el tren se aleja de Burdeos, un gris y monótono paisaje suburbano va dando lugar a uno más amable de bosques y viñedos. Como el devoto que por lo menos una vez en la vida visita el santuario, he aprovechado un viaje a Poitiers para descender un poco más, pasar el fin de semana en Burdeos y cumplir la cita largamente planeada y postergada: conocer Montaigne, el lugar donde nacieron los Ensayos, y rendir tributo a su Señor. En el trayecto a Castillon-la-Bataille, donde, según me informé, debo bajar para ir al chateau, apenas hay nombre o lugar que no tenga gusto a vino: Libourne, St. Emilion, Montravel… No es un mérito menor, para una pequeña porción de tierra como esta, haber engendrado el vino y el ensayo.
A juzgar por el asombro de una de las empleadas de la oficina de Turismo de Burdeos, a la que pregunté cuál era la forma más fácil de llegar y que apenas pudo informarme algo, la torre de Montaigne no es uno de los destinos favoritos de los viajeros. Sin embargo, tomé como buen augurio el hecho de que en mi primer paseo por la ciudad el Señor de la Montaña me saliera literalmente al paso en una placa colocada en el piso de la plaza de la mairie con la cita del ensayo en el que cuenta cómo fue llamado a ocupar el cargo: Los regentes de Burdeos me eligieron alcalde de su ciudad cuando me hallaba lejos de Francia, y todavía más lejos de tal pensamiento. Me excusé. Pero me comunicaron que cometía un error; además, se interponía la orden del rey. Es un cargo que debe parecer mucho más hermoso porque no comporta otro salario ni ganancia que el honor de su desempeño… A mi llegada me descubrí, fiel y escrupulosamente, tal como siento que soy –sin memoria, sin atención, sin experiencia y sin vigor; también sin odio, sin ambición, sin avaricia y sin violencia–, para que estuvieran informados e instruidos de lo que podían esperar de mi servicio (X, III). Montaigne, ya se sabe, encareció siempre su amor a la privacidad y a la libertad; con tanto éxito que luego la posteridad crearía una imagen, falsa, de hombre recluido en su torre, desapegado, casi indiferente a los asuntos públicos. Pero ni uno ni otra pueden engañarnos ya: Montaigne, el hombre que mejor supo vivir para sí, supo también en su momento vivir para los demás.
Estuve en Burdeos por primera vez en el 2000, a los veinticuatro años, y en aquella ocasión, cuando la verdad apenas había leído algunos ensayos sin entender demasiado, me topé en la plaza Quinconces con la estatua de mármol de Montaigne de Domenico Maggesi, esculpida a mediados del siglo XIX, y en un impulso más turístico que literario me tomé una foto con ella que aún conservo (fue antes de las cámaras digitales, en realidad no hace tanto, aunque hoy parezca la prehistoria). Ahora quiero pensar que aquella fue una pequeña señal de la importancia que Montaigne iba a tener en el futuro y el preludio de este, el verdadero encuentro.
El resto, aquí https://www.letraslibres.com/mexico/revista/camino-montaigne